El eterno retorno: sobre la fagocitación del cambio
Juan Ramón Rodríguez Martínez
Un simple ejercicio: encender la televisión. Un canal aleatorio. El telediario se desarrolla con sofisticada parsimonia. Cambio de canal. Hay un anuncio sobre un establecimiento de comida rápida. El narrador insinúa que la audiencia tiene el Poder. Afirma con un cálido tono de complacencia que ella puede lograr el cambio.
Si se hiciera una encuesta a pie de calle, la palabra “cambio” sería la más escuchada por el ciudadano medio. Cambio esto y cambio aquello. Cambio en la política. La esperanza de los electores en estas pasadas elecciones era asombrosa. Se contaba con partidos emergentes. Otra política es posible, decían. Como si del primer día de colegio se tratase, el votante preparó la ropa que vestiría al día siguiente. Dormitó temprano y apenas pudo conciliar el sueño. Nervios latentes. Llegada la mañana, se dispuso a ir al colegio electoral. Quería ser el primero. Estaba totalmente convencido de que honraría una loable gesta democrática.
Semanas después ojea la prensa. Una mirada de soslayo a la sección de sociedad. Oye sin prestar mucha atención ese anuncio de comida rápida. Aguarda ese cambio cada vez con menor ímpetu. Podría decirse que decepcionado ante su falta a la cita acordada. Un sentimiento latente en nuestro entorno más cercano. Puede percibirse en las redes sociales. Nadie sabe dónde ha podido huir.
La sociedad española ha concebido un cambio en un sistema político que desconoce por completo. Las arengas eran continuas: los viejos leones debían dar paso a los hambrientos cachorros. Todo estaba mal. Los balbuceos sin sentido aparente se sucedían. Se reclamaba mayor participación ciudadana, mayor igualdad, imparcialidad en los asuntos estatales. Los comentarios de moda se anteponen uno tras otro. Se quiere una reforma constitucional de un escueto texto de 169 artículos desconocido por más de medio país. Se desea la renovación de una Ley Orgánica, la 5/1985, ignorada prácticamente por el pueblo. Los ejemplos son inagotables.
Se antoja inevitable para el ducho en materia jurídica o económica arquear una ceja al prestar atención a las noticias. La incredulidad y la indignación por el flagrante delito de manipulación en directo son pasmosas. La impunidad del encantador de serpientes frente a la pasiva conformidad del español. Decía Pablo Castellanos que "el español es conformista, y lo mismo se adapta a Leovigildo que a Franco o Felipe”. Aún así, los ojos se inyectan en sangre. Los sentimientos más acérrimos del pueblo tiemblan de rabia. Los puños se alzan y se exige la guillotina en la Puerta del Sol.
Una romántica epopeya. “Un país anarquista enamorado de la sangre”, sostendría André Malraux. En España, la senda seguida en esta etapa quiere parecer novedosa. Un nuevo desafío, pensarán algunos. Nada más lejos de la realidad. Se cometió el primer error cuando el Estado aprobó y moldeó por unanimidad el deseo de cambio por parte de los ciudadanos. Ahora, el mensaje ya está asimilado. Está presente en nuestra cortijera cultura de masas. El gobernante no teme por su pellejo al oír la palabra mágica. Todo lo contrario. Ríe cómplice de un delito encubierto.
Sólo queda esperar. Un día más, un día menos. Ante el desinterés de los ciudadanos, la llamada a sus sentimientos más irracionales es vital. El Estado no ha de temer por un cambio mientras incite al él constantemente a través de los medios. El Estado no ha de temer mientras el mismo ciudadano no sepa qué quiere cambiar, cómo y a qué precio. No ha de temer mientras tenga la certeza de que “la guerra es la paz y la libertad es esclavitud”. No queda otra. Sea pues, sigamos esperando.